jueves, 16 de septiembre de 2010

Secuestrado

¿Sabéis?
Hubo un tiempo en que fui escritor. Estaba preso en una celda de dos por dos conmigo mismo. No tenía papel ni lápiz y escribía tintineando con los dedos en la fría roca que me servía de catre. El soporte de mi obra era el mismo que el de mi vida. Garabateaba con mi cuerpo, arrastrándome por mi lecho, haciendo ejercicios para no quedar atrofiado, escalando las paredes húmedas en ataques de locura, tiñendo las letras de rojo con la sangre que manaba bajo mis uñas.
Fueron tiempos prolíficos, de enrevesadas novelas que se resolvían con la definición de un quebrado exacto. Escribía poesía con mi llanto y teatro con mis pasos. Guardaba toda una biblioteca de aquel tiempo que no embalé en la última mudanza, junto con mi ropa jironada y mis cuatro anhelos.
En el palacio en que ahora vivo, sobre su mármol fino y pulido, no se escriben las frases de mi existencia cómoda y alejada de aquella oscuridad autosuficiente.
Observo inerme sus paredes. Sus librerías están vacías de deseos.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

DESIDIA

Es este, definitivamente, el cuaderno de un ágrafo, el diario de un ácrono. Su leiv motiv es la pulsación tenue que tiende a desaparecer, pero que vibra, en perpetuum mobile, espoleada quién sabe por qué, quién sabe de cuándo en cuándo.
Su tema: la desidia; su propósito: huir de ella; su modus operandi: la autoalimentación forzosa para burlar a una muerte que ya gobierna de facto.
¿Abdicar? ¿Puede la pasión abdicar? ¿Claudicar? ¿Puede la necesidad claudicar?
Derramarse es sencillo cuando uno rebosa. Tres gotas mojan el suelo, pero la presa continua llena. No es fácil abrir las compuertas bajo tanta presión; ni fácil ni seguro. Mientras chorreo estas frases, siento que mi sima se sedimentan historias que jamás emergerán.
Miles de mundos ahogados por la DESIDIA del creador increado.

martes, 10 de agosto de 2010

El sabor del lenguaje

Candela gateaba por entre las sillas del salón. Tocaba con sus deditos las migas de pan esparcidas por las baldosas y se las llevaba a la boca dispuesta a descubrir lo ignoto. Ésta sabe así, pensaba, y ésta otra, así, y ésta... diferente. Le faltaban unos años para encontrar las palabras exactas, unos años aún para nublar la vista de su aprendizaje innato y convertirlo en producto de su consciencia. Disfruta ahora, le decía su padre. Después todo quedará reducido a letras.

Juan Horas vuelve a contar los minutos

Un despacho. Sencillamente, necesitaba un despacho. Uno nuevo, por supuesto, porque el viejo no me valía. Nunca me vale. Pongo el huevo, lo incubo, y abandono el nido. No. Abandono el huevo, que es peor. Malditos sean los minutos y las horas que pasan sin que escriba una sola letra. De toda una vida, años en el Carrefour, aspirando la casa, aparcando el coche, cargando y descargando, da igual qué. Treinta días de vacaciones al año. Ese es el resumen de nuestro progreso. Siempre supe colarme por los entresijos. No sé cuándo se me olvidó. Ahora me doy de bruces con los anchos muros de mi rutina. Estoy claramente del lado de los que son como no quiero ser. Mi vida, a pesar de reportarme felicidad, me da náuseas. Escritor enfermo, enfermo de normalidad. Mientes constantemente al reloj.

martes, 6 de abril de 2010

La necesidad

El escritor se sentó en medio de su propia nada para intentar crear. Era tan normal el mundo a su alrededor, y era tan anestesiante aquella normalidad, que se preguntó por qué se llamaba escritor, si no sentía la necesidad.
Notó que tenía hambre y pidió algo de comer; le entró entonces sed, y pidió algo de beber. El tentempié le dio sueño y sin moverse de su asiento, dio una cabezada.
Soñó entonces con la más trágica de las realidades y se vio preso en la más miserable de las existencias.
Al despertar, se precipitó sobre el papel y convirtió aquella pesadilla en un texto exquisito y, al terminar, se dijo: Claro que soy escritor, lo que ocurre es que no sé qué es la necesidad.